Lista de cosas a olvidar
Para despedir el mundo en paz, hay cosas que debo dejar atrás.
12/16/20246 min read
I
La memoria es una cinta que se repite en el reproductor, una y otra vez.
Con cada revolución completa, la cinta se desgasta un poco, va perdiendo fidelidad y, conforme esto sucede, el sonido se fragmenta, creando huecos de silencio en lo que antes había sido una canción.
Así con cada vuelta, cada compás, cada pieza.
Hasta que la cinta se rompe, por último, y el sonido desaparece por completo.
Hice una lista de cosas que voy a olvidar, tarde o temprano.
Es una lista corta, pero abarca todo lo que he visto hasta el momento.
Contiene cosas importantes, muy importantes, que al día de hoy no me atrevía a mencionar; algunas, ni siquiera me daba permiso de pensarlas conscientemente, por miedo a que se hicieran realidad.
Lo primero que quiero olvidar es algo que empezó antes de mi cumpleaños número 10, una tarde que caminaba con mi abuela y, de la nada, le mencioné mi desgano por la vida; le dije que no le veía el caso a seguir vivo y nada más.
Ella se enojó, dijo que no pensara en esas cosas. Los niños no deben pensar en esas cosas.
Pero yo era un niño y pensaba en esas cosas, entonces, ¿qué hacer?
Nunca supe la respuesta, ni siquiera hoy, aquí, lejos de todo.
Recuerdo que, a veces, casi siempre los domingos, cuando no había nada que hacer y nadie a quien ver, sentía miedo de estos pensamientos, de encontrarme solo ante ellos y hacerme daño.
Lo que sí recuerdo es que nunca lo hice.
Creo que lo recuerdo.
¿Verdad que no me hice daño?
No juegues con cuchillos.
Eso, eso sí que lo recuerdo.
II
La segunda cosa que debo olvidar es…
Por poco y no vengo.
Por poco y me dejo convencer de que a nadie le interesa lo que digo, que no tengo nada que aportar a la conversación y sólo estoy añadiendo al ruido que nos aturde todos los días.
Por eso, prefiero permanecer callado, encargarme de mis asuntos y no preocuparme por los de nadie más.
Vive y deja vivir, ¿no?
Es conveniente, me evita la molestia de enfrentarme a la ansiedad, de afrontar el rechazo y el odio de otros que, igual que yo, le tienen miedo al mundo.
Recuerdo el temblor en las manos, en el pecho.
Recuerdo la parálisis y el pánico, y el deseo ambivalente e implacable:
¡Por favor!, que alguien me encuentre, que alguien me abrace y me diga que todo va a estar bien.
¡Por favor!, que nadie me encuentre, que me dejen en paz y se olviden de mí.
Al final, era un mismo deseo: el de recuperar la tranquilidad, volver a mi centro, recuperar el mando de mis emociones.
Pero, a veces, es imposible.
Recuerdo que aprendí a cocinar y lo hacía los domingos, para pasar el tiempo.
Recuerdo que, un domingo en particular, mientras cortaba vegetales, mi mente insistía en una sola oración, un imperativo imposible de ignorar:
No juegues con cuchillos.
No juegues con cuchillos.
III
Se hace tarde, ya no queda mucha luz y el ruido se vuelve más intenso, pero la lista es breve, así que me apresuro a terminar.
La tercera cosa que debo olvidar es el demonio.
Siempre he pensado que todos somos el demonio en la historia de alguien más.
Esto lo aprendí por mis propios errores, por la culpa que deriva de ellos y porque, también, creé mi propio infierno con la imagen de una persona en particular.
Recuerdo que la guerra duró muchos años, una guerra por orgullo disfrazado de amor y responsabilidad; una guerra que terminó por matarme y acabar con el “yo” que conocía.
Recuerdo haber pasado casi la misma cantidad de años reconstruyendo todo por dentro, aprendiendo a perdonar.
Perdonar a otros.
Perdonarme a mí.
Recuerdo que se sentía muy parecido a este sitio: oscuro y vacío, carente de compañía, pero silencioso y pacífico.
Como un domingo demasiado largo, demasiado frío.
Fue entonces que empecé a cocinar porque no me gustaba comer solo fuera de casa, así que aprendí a usar la estufa, la licuadora, la vaporera y otros aparatos más.
Aprendí el uso de cada utensilio y el sitio para cada trasto.
Aprendí que la música, el canto y el baile se llevan bien con la cocina.
Y lo último que aprendí, fue una regla primordial:
No juegues con cuchillos.
No juegues con cuchillos.
No juegues con cuchillos.
IV
Tengo que irme pronto, así que debo apresurarme.
Recuerdo un costal lleno de arena los días que no eran domingo. Aprendí a golpearlo y patearlo. Nunca fui muy bueno, pero me divertía.
No lo hacía con rabia, al menos, no conscientemente. Siempre decía que no estaba enojado y era sincero, pero el subconsciente se comporta de formas extrañas.
El ejercicio me hacía sentir libre.
El impacto de mis puños contra el costal, la resistencia de su peso y el temblor en mis brazos y en mi pecho. Era una sensación de poder.
No poder sobre alguien más, no una violencia hacia afuera, sino poder como control sobre mi cuerpo, mi respiración y mis pensamientos.
Estar ahí, inhalar, golpear, exhalar, me aterrizaba en el momento presente.
Lo daba todo hasta quedar exhausto y, después, volvía a casa.
Mi cuerpo se quejaba al día siguiente, pero al día siguiente, yo quería más.
Así pasaba algunos días, divertido por la competencia contra mí mismo, por la victoria sin víctimas. Me preparaba para un combate que, tal vez, nunca llegaría.
De hecho, agradecí que nunca llegara.
Con las semanas me aburrí del lugar, de la gente, de los sonidos y los olores encerrados.
Nunca fui bueno para los equipos.
Nunca fui bueno para pensar en los demás.
Por eso odiaba los domingos. Por eso aprendí a cocinar, porque no podía esperar que alguien me apreciara si yo no podía dar algo igual.
Recuerdo que usaba lentes y, de pequeño, cuando no sabía, pensaba que todo el mundo veía borroso a la distancia, que les costaba enfocar.
Lo mismo me pasaba con otras cosas, cuestiones distintas, más o menos irrelevantes.
Es curioso lo que uno piensa cuando no considera a los demás.
Después, uno se da cuenta y puede fingir que no ha sido así, o puede optar por aceptar que hay tantos mundos como personas y lo que queda es convivir y conciliar.
Hay muchos desacuerdos y nunca estaremos por completo en sintonía, pero si hay una regla que podemos respetar, es:
No juegues con cuchillos.
V
Tenía el cuchillo en las manos, eso sí lo recuerdo.
Tenía en las manos el cuchillo y pensé: “No voy a ir al hospital”.
Reaccioné rápido, para mi sorpresa, y con frialdad, pero tal vez no fue suficiente.
Y te pensé, recuerdo bien que lo hice. Te conjuré en mi mente y sentí la presión en el pecho.
Recuerdo haberte conocido en un viaje. Me atreví a hablarte, tratando de ocultar mis nervios al pedirte tu número.
Salió bien y, aunque tardamos en vernos de nuevo, supe desde entonces que te quería.
Y te quise tanto como pude, cada día y cada noche desde ese momento.
Pero no fue suficiente, pues aún había domingos y algunas tardes en las que no sentía otra cosa que el deseo de ya no estar, la urgencia de no existir, a pesar de que algo en la vida podría salir bien.
Tenía el cuchillo en las manos y sangraba sobre la cebolla, y te pensaba e imaginaba alguna forma de cerrar la herida, pero no me movía.
Me quedé ahí, pensando nada más.
Pero no fue intencional, ¿verdad?
No juegues con cuchillos.
Esa era la lección que había aprendido tiempo atrás.
No juegues con cuchillos.
Pero no estaba jugando, me había paralizado y te pensaba mientras no hacía nada para detener la sangre.
No juegues con cuchillos.
Me lo enseñaron mi madre y mi abuela, y la tele y la experiencia, pero el mundo es siempre el mismo y la sociedad se cae a pedazos y el planeta se derrite y la basura nos ahoga, y la sequía nos marchita y la injusticia nos fragmenta, y la muerte nos asfixia y los impuestos y el tráfico de personas y la soledad y la corrupción y la depresión y el odio y el rencor y la depresión y la ansiedad y el silencio y la depresión y el miedo y la depresión y el amor…
Y el amor y la verdad y el perdón.
Y el amor y la justicia y la bondad.
No juegues con cuchillos.
Porque los domingos no son eternos, aunque lo parezcan, y hay más en la vida que lo que deseas olvidar.
No juegues con cuchillos.
Y, aunque a mí se me hizo tarde, aunque yo lo olvidé en ese momento y lo olvidaré ahora, espero que tú lo recuerdes:
No juegues con cuchillos.